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La otra habitación (Novela breve) (página 2)




Enviado por Andrés Casanova



Partes: 1, 2

Entro un rato al bar; recostado contra la barra mientras
bebo un cóctel voy conversando a trancos con Omar
Verdecia. Sus dedos ágiles secan una copa y,
mostrándome sus dientes, agrega nuevos datos sobre
Estrella. No es una muchacha corrupta realmente, sino pervertida
por Jorge Rodríguez. Él le ha enseñado las
trampas más ruines para convencer a cualquier hombre; la
lascivia que trasunta es mero aprendizaje, postura teatral,
fetiche del deseo. A este hotel concurren hombres de negocios de
todas partes del mundo, hastiados de un vivir vacío entre
gente que sólo piensa en inversiones y ganancias,
aburridos de sus esposas o amantes con los cuerpos embadurnados
de cremas y ungüentos regeneradores de la piel;
buscan la compañía de muchachas tiernas que
satisfagan sus frustraciones acumuladas. Verdecia se aparta un
momento de mi lado, atiende a un nuevo cliente y luego de
accionar la caja registradora guarda en el bolsillo de la
chaqueta algunas monedas. Entrega los billetes del vuelto al
cliente y vuelve a pararse frente a mí. La niña
vivía con su madre y varios hermanos, me dice; a pesar del
hacinamiento y el ambiente de borracheras y alteraciones del
orden en el barrio donde vivían, todos ellos eran serios y
estudiosos. Jamás faltaban a clases, en las aulas los
tomaban como ejemplo y los vecinos admiraban a la madre por
mantenerlos aseados y sin involucrarse en los altercados de los
restantes muchachos. La historia de Omar Verdecia va
diluyéndose en susurros, palabras entrecortadas e
insinuaciones. Acaba de perder el interés por conversar
conmigo cuando ve acercarse a una inglesa parecida a un abrojo
quien apenas ocupa una de las banquetas de la barra comienza a
hacerle chistes en un español chapucero acerca de lo
lustroso de su piel; Jorge le sonríe a la mujer extremando
las atenciones con ella mientras juguetea algunas veces con los
anillos de sus dedos y los pendientes de las orejas. Bebo el
resto del cóctel de un golpe y salgo hacia el
vestíbulo. Aún debo esperar unos
minutos.

No veo otra alternativa para matar mi soledad que
continuar pensando en mi editora, quien también se quejaba
por los nombres con que la habían inscripto (Ester Vesti)
condenándola de tal manera a que sus amistades se burlaran
de ella porque sus padres, en un arranque de fanatismo religioso,
creyeron honrar a Dios inscribiéndola como a las dos
reinas persas, una repudiada por desobedecer al emperador y otra
de procedencia judía que se enfrentó al odio contra
los de su raza. Incómoda, me aseguró que en cuanto
los padres fallecieran realizaría los trámites
legales para cambiarse tan ridículos nombres. En tales
conversaciones se entretuvo durante un largo rato, como si
considerase una obligación ofrecerme detalles acerca de su
intimidad. Yo no tenía apuro, aunque no dejaba de
preocuparme por el transcurso del tiempo: sabía que cerca
de las cuatro de la tarde Ester empezaría a recoger las
pertenencias porque le gustaba dejar el buró en orden
perfecto; era una maniática en todo lo relacionado con la
disciplina laboral. Desde luego, cuando comenzara a
manifestar señales de intranquilidad por lo avanzado
de la hora mordiéndose las uñas una y otra vez,
revolviendo repetidamente dentro de su bolso y ajustándose
los espejuelos sin sentido porque nada leía, me iba a
resultar muy simple calmarla. La invitaría a cenar en un
restaurante de lujo prometiéndole, además,
acompañarla en un taxi hasta su casa al terminar la
comida. De momento, acabamos de consumir el café,
encendimos dos cigarros y ella se levantó, entornando las
persianas por las que el aire violento del norte entraba moviendo
los cuadros de las paredes y los documentos colocados encima de
la mesa de trabajo.

Luego de lamentarse por el alevoso final del campo
socialista, al fin mi editora comenzó el análisis
que me interesaba. A su entender, sobraban unos cuantos
kilogramos de sangre y un millar de disparos dentro de las
páginas de la novela que le había enviado por
correo electrónico la semana anterior. Había
marcado con lápiz rojo varias de las cuartillas impresas y
me iba interrogando en cada caso si estaba dispuesto a
modificarlas. Aunque me daba rabia aquella especie de censura, me
convenía publicar de inmediato esta novela que yo mismo
consideraba menor: a pesar de que la editorial cubana no estaba
en condiciones de pagarme una elevada suma de dinero, al menos me
alcanzaría para sanear algo mis finanzas; el alza de los
precios durante los últimos meses me había
conducido a una pequeña crisis monetaria y con el cheque
que me llevara en el bolsillo podría vivir hasta el
verano, cuando cobraría los royalties de una editoral
española y otra colombiana. Después vendrían
días de holganza, cuando publicase en el extranjero mi
novela sobre Estrella; concedería entrevistas a diferentes
órganos de prensa, disfrutaría de vacaciones en
lugares cálidos y a no dudarlo, realizaría mi
primer viaje a Europa. De momento, conformarme parecía lo
más conveniente. Acepté aquellos cambios, ocultando
mi rabia. Se trataba de la tercera novela que Ester Vesti me
editaba y siempre oponía algún reparo. Unas veces,
el tipo de lenguaje; otras, lo complicado de la trama; en
ocasiones, decía que no estaba dispuesta a permitirme
críticas contra el sistema político imperante en el
país. En fin, que el gran público buscaba un
desahogo a sus dificultades cotidianas y aborrecía verse
envuelto en conflictos insolubles para su nivel de inteligencia,
razonaba ella. Tales conceptos de Ester Vesti me
hacían sentir vergüenza: no había en ellos ni
una pizca de respeto hacia mis lectores.

Vuelvo a sentir rabia contra mí mismo porque mi
existencia depende de Ester Vesti y del tipo de personas que
convierto en aborrecibles personajes en mis novelas. Para calmar
tanta incomodidad, decido retornar a este dulce momento de estar
en el vestíbulo del hotel nuevamente, participando del
ajetreo de huéspedes y visitantes; la música
indirecta apenas se escucha por las conversaciones de los que
colman el amplio salón y luego de mucho buscar, obtengo un
asiento en uno de los laterales, alejado de la zona tumultuosa;
desde allí veo a Jorge Rodríguez conversando con un
hombre de pelo rubio, tez lechosa y vestido como para una
cacería de elefantes. Creo adivinar el negocio entre
ellos, pues ambos sonríen pícaros, sensuales:
existe un trasunto de lascivia en aquellas muecas de hombres
acostumbrados a tomar sin ruegos ni barreras a las mujeres que
desean: dinero de por medio, garantía de pertenencia. Me
encuentro rabioso; es una rabia mezclada con celos: Estrella
acaba de ser alquilada de nuevo a un extranjero en su
condición de jinetera.

Recuerdo el engaño de que ha sido objeto la
jovencita, según me ha contado Omar Verdecia. La madre de
Estrella, prima lejana de Jorge, divorciada y con varios hijos a
su cargo, lo recibió en su pequeño apartamento con
una alegría desmesurada. Él se comprometía a
ayudarla a cambio de un espacio donde pasar las noches y le
ocultó que había salido endeudado de Morón
violando compromisos entre hombres. Aquí planeaba
esconderse dentro de un mundo anodino rodeado de gente
sólo preocupada por llenar el estómago y vestir con
elegancia. Sin embargo, empezó a frecuentar las zonas
cercanas a balnearios, playas, hoteles de lujo y embajadas,
encontrando en tales lugares una reproducción en gran
tamaño del mundo soñado por él.
Comenzó por cambiar la presencia física. Afeitado
correctamente y oloroso a lavanda, vestido con ropas a la moda y
masticando constantemente chicles, atrajo sobre sí la
atención en el barrio donde la gente estaba casi en la
indigencia. No podía continuar allí, asfixiado por
aquel ambiente de pobreza, se dijo cuando ya los tratos con
extranjeros le permitían manejar abundante cantidad de
dólares. Entonces determinó largarse del lugar,
llevándose consigo como trofeo de guerra y
futuro carro de batalla a la ninfa Estrella. Levanto la cabeza y
veo a Jorge Rodríguez moviéndose entre los
demás, como si buscara a alguien en específico. Lo
pierdo de vista unos instantes y vuelvo a sorprenderlo charlando
amistosamente con el anciano que hoy, durante el desayuno,
comentaba en inglés con su compañero de mesa las
excelencias de la muchacha. Estoy seguro que Jorge acababa de
pactar otro contrato sexual para Estrella.

Miro el reloj y quedo sorprendido. Dentro de diez
minutos tendré la posibilidad de encontrarme con Estrella
en mi habitación, conocer los secretos más
íntimos de su vida, quitarle una a una todas sus prendas
de vestir y gozar durante el resto de la noche con una hembra de
cuerpo completo. Jorge Rodríguez conversa ahora con un
grupo de risueñas muchachas, rubias todas, escandalosas,
de miradas sicalípticas y cuerpos apetitosos,
acompañadas de un femenil travestido. Yo siento durante
unos segundos pena de mí mismo: situado a la entrada de un
camino cenagoso, he tropezado cual ángel caído
olvidando mi rechazo a la indulgencia popular con que son
tratadas las llamadas jineteras, sólo porque recaudan por
cuenta propia el dinero que el Estado intenta ganar con los
extranjeros. Registro cada palmo de mi conciencia en busca de las
causas que me han llevado a enamorarme de Estrella y casi a punto
de renunciar a su conquista miro el reloj diciéndome que
faltan cinco minutos para la hora de nuestra cita. Atravieso el
pasillo que me conduce hasta mi habitación;
desearía haber llegado ya, estar conversando con Estrella
en los momentos preliminares a nuestro encuentro íntimo y
abrasador.

Ordeno los recipientes en la bandeja y coloco
allí una botella que extraigo del refrigerador; frente al
espejo, compongo mi peinado, reviso con atención el rostro
en busca de alguna mancha o suciedad y luego de graduar el aire
acondicionado a mi gusto descuelgo el teléfono. La voz
inconfundible de Estrella me asegura encontrarse
lista.

Al verla detenida en el umbral me parece que se trata de
una niña recién llegada a la pubertad. Ha venido
vestida de negro y su cabeza la adorna una flor de perlas
brillantes. Queda inmóvil luego de entrar, como
impresionada por mi presencia; no responde mis preguntas,
atemorizada de cometer algún error. La miro a los ojos y
ella baja la vista, perdiendo todo el aplomo que es capaz
de demostrar en público. Avanza lentamente
cerrando la puerta tras sí, sentándose en el
sillón más lejano al mío. Rechaza con un
movimiento de la mano mi ofrecimiento de que venga a sentarse
junto a mí, y comprendo lo desvalida que se encuentra. Me
pongo en pie con un vaso medio de whisky en la mano,
sobreponiéndome a la impresión que me ha causado su
actitud de chica indefensa. ¡Resulta inadmisible!;
¿acaso no es su oficio? Ella sonríe de una manera
artificial, confundida. No es lo mismo con los extranjeros,
responde señalando en dirección indefinida hacia
fuera de la habitación. A mí, en cambio, me conoce
desde el año anterior durante su luna de miel con Jorge,
aclara avergonzada como dándome a entender que en esa
época aún no había comenzado la vida
desenfrenada que ahora llevaba. Además, soy un escritor
famoso, autor de las novelas que tanto le gustan, me
confía en un susurro en tono de
admiración.

Estrella anuda las manos y agacha la cabeza; me quedo
observando el contraste entre su indumentaria que actualmente
caracteriza en el país a las prostitutas llamadas con
eufemismo jineteras y la expresión desamparada de su
rostro. En ese momento, Estrella alumbraba con su luz rutilante
la constelación de un hotel de lujo; gracias al resplandor
de aquel joven cuerpo, Jorge Rodríguez se había
enriquecido. A punto de desmentir la historia que he inventado
durante el desayuno de hoy para ganar su confianza (por medio de
un paciente y laberíntico embuste mío, la ingenua
pareja confiadamente me había ido revelando poco a poco su
forma de vida), muevo mis labios: voy a decirle que apenas acabo
de conocerlos pero en el acto me arrepiento. En cambio,
continúo acercándome a ella. Mis manos acarician el
pelo perfumado de aquella niña echada a rodar por el mundo
antes de tiempo. Yo mismo hubiera podido ser su padre, puesto que
uno de mis hijos la iguala en edad. Este relámpago de
ternura sólo me alcanza una fracción de tiempo
infinitesimal. De inmediato la bestia bípeda se revela
dentro de mí, y bajo con mi mano reptante hasta los
pechos. No median palabras entre nosotros; me embriago con el
perfume de su cuerpo y sucumbimos al deseo. Las negras prendas de
ella empiezan a caer encima de la alfombra. Nuestras bocas unidas
buscan un espacio de coexistencia entre el aroma a sexo y los
suspiros; ella cierra los ojos y se estremece cuando
beso su frente sin arrugas, me despoja de la camisa y acaricia mi
espalda desnuda; tierna, mía. Hemos encendido un fuego que
no lograremos apagar en unas cuantas horas.

Capítulo
5

Después de haber concluido todos los
trámites en la gerencia del hotel, hago subir el equipaje
al taxi que me espera. He pagado las deudas del crédito,
recogí las prendas depositadas en la caja de caudales por
temor a que me robasen, firmé la conformidad por los
servicios recibidos y retorné a la billetera la divisa que
había estado protegida en la oficina bancaria. Han sido
cinco días de intenso trabajo y desde luego de
diversión, y ahora disfrutaré el regreso en el
avión mirando el paisaje de nuestro país, las
terrazas cultivadas, las inmensas praderas, los autos como del
tamaño de un juguete y las nubes cual montones de ceniza
que se deshacen a cada instante.

Mientras circulamos por una de las avenidas de la
ciudad, veo pasar una hilera de edificios cuadrados pintados de
gris, en cuyas azoteas ondean cual banderas cientos de piezas de
ropa parecidas unas a las otras. Busco con la vista el edificio
donde se encuentra ubicado el apartamento de Espinosa y cuando
estaba a punto de localizarlo escucho un comentario del chofer
acerca de las ventajas de ocupar una de estas viviendas. Se
encuentran en una zona privilegiada: apenas si hay apagones, a lo
sumo dos a la semana; el agua del acueducto sube hasta el
último piso los lunes y los viernes y el mercado queda
próximo, dice el taxista y al señalar con el dedo
descuida breves segundos el control del automóvil,
viéndose obligado a girar bruscamente el timón para
no chocar contra un perro. Recuperado el aplomo, continúa
relacionándome las ventajas de que gozan las familias que
tienen niños: existen dos escuelas de enseñanza
primaria y una de secundaria a menos de seis cuadras del
núcleo poblacional. Dobla a la izquierda, sale con
precisión de la segunda velocidad y acelera casi frente a
unos jovencitos que juegan a la pelota en la acera. Desde luego,
proliferan los vendedores callejeros, continúa hablando el
chofer del taxi y señala con el dedo hacia dos ancianas y
una muchacha; aminora la velocidad para lamentar que vendan
bocaditos de queso, refrescos embotellados, empanadillas no muy
doradas, dulces y café sin pagar impuestos y acelera
nuevamente cuando pasamos justo frente a la casa del hijo de
Espinosa. No puedo evitar el recuerdo del graffiti grabado al
carboncillo en la pared del cuarto ocupado por
mí durante la época de estudiante: "God,
also saves to the world but me
". El chofer de taxi
continúa quejándose de la gente malagradecida: los
más recalcitrantes son los jóvenes, manifiesta
airado; hablan contra el gobierno, critican sin compasión
a nuestros dirigentes y hasta se alegran de que existan problemas
en el país.

Salimos a una calle olorosa a mariscos; el chofer
detiene el vehículo para interrogar a un muchacho que alza
un pescado de rojas aletas y vientre plateado; cuando otro joven,
situado cerca del que sostiene el pez, le muestra la mano abierta
el chofer da un respingo, oprime el acelerador y en tono
quejumbroso protesta: cinco dólares por ese animal es
mucho dinero, qué se creen; él de propina en cada
jornada obtenía no más de cuatro y con ellos apenas
podía adquirir la comida diaria. Nos detenemos frente a
una gasolinera; el chofer del taxi, de pie junto al empleado y
con las manos dentro de los bolsillos, le manda llenar el tanque.
Cambio la vista hacia el lado contrario y observo dos muchachas
vestidas con pitusas muy cortos que pasean meneando las nalgas,
provocativas las miradas, insinuantes los sexos abultados, las
sonrisas como invitándome. Una de ellas me habla en un
inglés bastante deficiente y yo capto al vuelo la
confusión: mis ojos verdes, la tez blanca y el tipo de
ropa que visto deben haberlas llevado a pensar que soy
extranjero; no es frecuente ver a un cubano en un taxi para
turistas. Siento tentación por preguntarles dónde
van, pero desvío mi atención de nuevo hacia el
lugar donde se hallan el taxista y el empleado de la gasolinera.
Éste desenrosca la tapa del tanque, sitúa el
extremo metálico de la manguera en la boca y acciona la
bomba.

Resulta triste para mí volver a la vida real por
culpa del brusco frenazo del ómnibus. En el instante, una
avalancha de gente desesperada pasa junto a mí y una
señora de edad avanzada con una enorme caja en brazos la
coloca tan cerca de mis piernas que apenas puedo moverme. Un
hombre de piel morena trata de continuar hacia el fondo y
sólo logra plantar su pie enorme, calzado con una
rústica bota, encima de mi zapato. Cuando el
ómnibus al que ahora llaman camello de manera
eufemística se pone en marcha renqueante, dejando
atrás una estela de humo negruzco, intento
imaginar nuevamente que viajo en el taxi para turistas, pero otra
desgracia vuelve a interponerse: he recordado que mi
última reserva de dinero, apenas unos cien pesos, moneda
cubana de muy poco valor comparado con el dólar, la tengo
en la billetera guardada en el bolsillo trasero del
pantalón. Admito la estupidez de haberlo colocado
allí. Antes de salir de la habitación del hotel de
mala muerte en que me había hospedado, en una de cuyas
paredes alguien había escrito con la punta de una
cuchilla: "God, also saves to the world but me",
pude haber guardado la billetera en uno de los bolsillos
delanteros de la camisa, profundos y protegidos por un cierre
invisible desde el exterior. Recuerdo que mi esposa la llama la
camisa de los viajes a La Habana, cuando mis triunfos literarios
la ponen de tan buen humor que hasta bromea conmigo
declarándose parte de mi existencia como la propia
camisa.

Mis triunfos literarios han sido precisamente las
razones de este viaje a la capital que ahora está
devolviéndome como un desterrado a mi destino. La novela
entregada a la editorial ha sido rechazada: al director no le
había convencido la historia de amor entre León
Asuero y Ester Vesti, y mucho menos que ella fuera una jovencita
quinceañera inmersa en el mundo del jineterismo. Cuando
escuché la noticia sentí deseos de vengarme, de
escribir otra novela donde el director ocupara el lugar del
proxeneta y su hermosa secretaria fuera la pobre ninfa obligada a
rodar por el mundo hasta que al final era decapitada por el
amante. Resulta obvio que en la vida real el director de la
editorial se nombra Jorge Rodríguez y su secretaria es
Estrella.

Cuando el ómnibus detiene de nuevo la marcha,
avanzo hasta una de las salidas y más que despedido, salgo
vomitado por aquella especie de dromedario rodante. Mi primera
reacción al poner los pies en el asfalto es registrar el
bolsillo trasero; por suerte, ahí tengo mi billetera con
todo el dinero. Avanzo a lo largo de la acera con las piernas
aún entumecidas y penetro en la algarabía de
pasajeros, pitazos de trenes y papeles en el piso. Miro el reloj.
Apenas me queda tiempo para salir corriendo y saltar al
vagón que comienza a ponerse en marcha.

Las ruedas de hierro chocan monótonamente contra
los raíles y ese constante tristrás me adormece; a
mi lado, una gruesa señora da el pecho a su hijo de pocos
días de nacido. En general, el ambiente dentro del coche
es agradable; casi todas las ventanas permanecen abiertas y el
aire entibiado por el sol penetra en los rincones arrastrando
consigo los malos olores del baño, muy cercano a mi
asiento. No tengo ánimos para abrir el volumen de relatos
de Javier Marías que descansa en mis piernas; prefiero
dejar que el tren avance y me retorne a mi destino.

Trato de abstraerme del holgorio momentáneo
existente en el tren pensando en la razón de mi existencia
y en la forma de salvarme; sin embargo, la mujer gorda intenta
sostener una conversación coherente conmigo acerca de su
bebito y habla en tono elevado; dos hombres arrastran a lo largo
del pasillo un carro de aluminio anunciando a gritos el almuerzo:
arroz con picadillo y café; los pasajeros se levantan
inquietos de sus asientos, preguntan el precio, indagan si
venderán cerveza; el conductor avisa desde un extremo del
coche que revisará los boletos. Me pongo de pie colocando
en el asiento el libro de relatos que me acompaña y hago
descender del portaequipajes mi maletín; sentado de nuevo
descorro el cierre, introduzco el volumen de relatos dentro y
casi a punto de desesperarme encuentro lo que busco. La
algarabía en el coche lejos de calmarse ha aumentado de
intensidad y la mujer gruesa está a punto de confiarme un
secreto de su existencia en relación con su niño o
niña, porque no acabo de saber el sexo del bebito. Al
colocar las manos sobre las hojas mecanografiadas de mi novela me
siento inútil, frustrado. Lanzar mi vida dentro de un
latón de basura, casi fue el consejo entre amable e
irónico que me ofreció Jorge Rodríguez, el
director de la editorial donde pretendía publicar mi
libro, en tanto graduaba el equipo de aire acondicionado de su
oficina y le ordenaba a Estrella, la hermosa secretaria, que nos
sirviera café. Mejor cambiaba de sueños y buscaba
un oficio rentable, me dijo el director mientras bebíamos
café; vendedor de verduras en el mercado o barrendero de
calles, sugirió mordaz, insinuando en el acto que una
persona antes de enviar una novela a una editorial prestigiosa
como la que él dirigía debía considerar
primero si realmente era un escritor y después
mecanografiarla de manera intachable en una
computadora. Al quedar en silencio, me brindó un
cigarro. Ya me habían hablado de Jorge Rodríguez
con anterioridad; si no quería provocar su ira, que me
echara a patadas de la editorial, que me gritara cochino
escritorzuelo mientras sus manazas de estibador zarandeaban mi
cuerpo, era recomendable no contradecirlo ni solicitar
explicaciones acerca de la evaluación de su comité
de lectores.

Observo el título escrito con letras
góticas en el ejemplar de mi novela. La mujer gruesa,
deteniendo su charla, mira de soslayo. En un momento nuestros
ojos se encuentran, ella sonríe como avergonzada
manipulando los pañales de su bebito y formula una
pregunta. Soy escritor, le aclaro con cierta inseguridad. De
maravillas, dice ella, preguntándome si escribo libros
sobre recetas de cocina. Sin darme tiempo a responder, me sugiere
una receta que aprendió de su abuela, quien siempre le
puso como nombre tronchos asados en almíbar. El jurel lo
corta en ruedas luego de haber eliminado la franja negra de los
pescados y la piel de igual coloración. A
continuación, prepara un sofrito con todos los
ingredientes a su alcance. El comino lo obtiene en casa de una
vecina cuyo marido trabaja en un restaurante; el ajo y la cebolla
los compra en el mercado en horas de la tarde cuando los
vendedores rebajan un poco los precios, porque en las primeras
horas del día realmente resultan excesivos; se le agrega
bastante puré y abundante aceite, algún tomate
maduro si lo tiene a mano, dos o tres ajíes y cualquier
otro condimento que aparezca de milagro. Usted ya sabe lo que
quiero decirle, sonríe la mujer dándome a entender
que me habla de la escasez y el racionamiento. Acto seguido, me
explica que los ingredientes se ponen a sofreír al fuego
lento y una vez bien dorados se pasan hacia la olla de
presión vertiendo un litro de agua junto con los pescados.
Se pone al fuego vivo durante cuarenta minutos y al retirar la
presión, encuentras las espinas blandas; las ruedas del
pescado quedan con un aspecto de maravillas, como si hubieran
sido horneadas. La mujer sonríe breves instantes al
terminar su explicación y continúa atendiendo al
bebito.

Al vagón ha retornado la calma luego del paso del
conductor y de los hombres vendiendo el almuerzo. Comienzo a
hojear mi novela en busca de las zonas que me parecen mejor
logradas; me convenzo una vez más de haber
utilizado en ella toda la pericia narrativa que he ido
adquiriendo con la práctica y el estudio de los
clásicos del género. Al llamado Espinosa y a su
hijo, en calidad de oficiales investigadores, los he dibujado
como seres humanos. León Asuero, el feroz asesino de la
hermosa jinetera Ester Vesti, no es ningún paranoico ni
frustrado sexual sino un complejo personaje que gusta a las
mujeres y mata por ambición, no por placer. Incluso
personajes secundarios como la camarera, el barman Omar Verdecia
y otros que pasan inadvertidos cobran vida en mis páginas
de una manera decorosa. Los testigos llegan a contradecirse en
sus apreciaciones, porque la gente no sólo odia sino
también es capaz de amar, en fin: que otras novelas
similares a la mía se publican con frecuencia y reciben
alabanzas de la crítica. La aceptación de mi obra
por el director de la editorial hubiera significado un alivio
para mí, mi esposa y mis hijos; habríamos vivido
holgadamente unas cuantas semanas gracias al exiguo pago derecho
de autor que me hubiera correspondido, experimentando de nuevo el
sabor de platos exquisitos en los restaurantes y
dedicándonos a la vida bohemia durante las vacaciones en
algún motel alejado del bullicio de la ciudad.

Encuentro el capítulo buscado y me veo de nuevo
describiendo el lujoso hotel donde jamás me he hospedado,
deteniéndome en la belleza de Ester Vesti tomando como
referencia la hermosura de Estrella, la secretaria del director
de la editorial que en mi próxima novela será la
editora de libros del novelista y personaje protagónico.
Luego me detengo a analizar al llamado León Asuero a
quién transformaré en mi proyectada novela en
agente literario suponiendo en él la brusquedad con que
trata Jorge Rodríguez a los autores cuyas obras rechaza.
En mi siguiente novela, lo tengo decidido, no habrá un
hotel de lujo sino otro de mala muerte como el que he abandonado
horas antes. Con una habitación de paredes descascaradas,
rezumando humedad por todas partes. Del baño
saldrán los olores más inmundos y muy cerca de los
ojos del asesino cuando se acueste le quedará una frase
grabada a punta de cuchilla, imborrable a menos que un día
determinen remozar el edificio para convertirlo en un hotel de
lujo apropiado para extranjeros. Estoy leyendo la frase que acaba
de deletrear el asesino: "God, also saves to the world but
me
" mientras rompe a llorar porque de tanto amarla, ha
matado a Estrella: ya no podía soportar haberla
convertido en jinetera. También yo estoy
llorando aunque la causa es otra: he comprobado que lo más
importante en la vida no es publicar una novela, sino conocer
nuestro destino.

En ese instante, siento que una mano de la vecina de
asiento roza mi brazo mientras me pregunta qué me
sucede.

Seco mis lágrimas con el pañuelo y escucho
a la mujer hablar sobre las enfermedades, creyendo que mi llanto
es a causa de alguna dolencia incurable que padezco. Tratando de
animarme, me confiesa que también ella tendría
motivos para llorar por su bebito a causa de los virus
incontrolables que atacan a los niños y, sin embargo, toma
la vida con optimismo. Entonces recuerda que no nos hemos
presentado y al decirme su nombre sonríe generosa: como
prueba de amistad, dice, me invitará a un trago del
café más excelente que jamás haya bebido.
Luego de rebuscar dentro de un bolso de mano extrae un
pequeño termo y dos vasos plásticos. Sostengo los
recipientes mientras ella vierte el líquido humeante y
aromático asegurando que se trata de café
auténtico, sin mezcla alguna.

Agradecido, le devuelvo el vaso y me complace verla
arropando a su bebito; cae la tarde y los pasajeros comienzan a
adormecerse. Entrecierro los ojos y pienso que si el tren no se
detiene innecesariamente, antes de la noche llegaré a mi
destino. Escucho a la mujer gruesa canturrear una bella
canción de cuna y no puedo evitar el recuerdo de mi esposa
y mis hijos que a esta hora ya aguardan mi regreso ilusionados
con la aprobación de mi novela que en realidad fue
rechazada.

Sería hermoso que mi esposa y mis hijos
estuvieran esperándome en mi andén de destino y que
pudiéramos alojarnos en el hotel de lujo que he inventado
en mi novela declarada impublicable por Jorge
Rodríguez.

Sería hermoso que existieran mi
esposa y mis hijos.

Sería hermoso que existiera el
andén.

(Esta novela breve aparece publicada
con el título EL ANDÉN DEL
DESTINO
en la antología HE
VISTO PASAR LOS TRENES
, Editorial Letras Cubanas, 2013
)

Monografias.com

 

 

Autor:

Andrés Casanova

(Las Tunas, Cuba, 1949) es narrador, poeta, autor de
guiones radiales dramatizados y ha incursionado en la escritura
de guiones cinematográficos. Es miembro de la Unión
de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Ha obtenido varios
premios y menciones nacionales e internacionales tanto en los
géneros de poesía como en cuento y novela, y su
obra aparece en diversas antologías.

Libros publicados: En el género novela: Hoy
es lunes
(Editorial Letras Cubanas, 1995);
Tormenta tropical de verano
(Editorial Sanlope, Las Tunas, Cuba, 2000; Ediciones
Coyoacán, México, 2003; Editorial Emooby, Portugal,
2011); Las trágicas pasiones de Cándida
Moreno
(Editorial Sanlope, 2001; Editorial
Emooby, Portugal, 2011); La jaula de los goces
(Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2001; Editorial Emooby,
Portugal, 2011); La fiebre del atún (Editorial
Oriente, 2005); Las nubes de algodón (Editorial
Sanlope, 2005); No somos aquellos niños
(Editorial Sanlope, 2007); Atrapados por el vicio (Editorial
Emooby, Portugal, 2011); Fiesta con Havana Club
(Editorial Amarante, Salamanca, España, 2011);
Canción desde la huída (Editorial
Amarante, Salamanca, España, 2012); y Onán en
busca de la mujer perfecta
(Editorial Amarante, Salamanca,
España, 2012). En el género cuento:
El reloj, ese asesino (Editorial Sanlope, 1991;
Pequeñas historias memorables
(Sanlope-Publicigraf, 1994; Editorial Emooby, Portugal, 2011);
Ángel el desalmado y otras historias, Trazos
literarios, España, 1995. Toda su poesía permanece
inédita o publicada en revistas literarias y en
Internet.

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